Julio de 1986, Argentina todavía era una fiesta. Aquello de “la mano de Dios” acababa de nacer, el relato del Barrilete Cósmico se convertía en mito, habían pasado sólo 12 días de la tarde en que Maradona había besado, abrazado y alzado la Copa del Mundo. Julio de 1986, Argentina todavía era una fiesta cuando un asado entre amigos en una casa de Béccar terminó en desastre. Acaban de cumplirse 34 años de aquella noche fría y Sergio Expert camina por el jardín de su casa en busca de un lugar cómodo para contar su historia a Infobae. Perdió una pierna después de la explosión pero si ahora camina lento no es por eso sino, básicamente, porque no está apurado. Dice que con el paso de los años aprendió a disfrutar de lo que hay, y lo que hay hoy -entre las hojas secas que crujen y Rufina, la perra aterciopelada que lo escolta- es sol.
Ese 11 de julio de 1986 un “muy amigo” de Sergio llamado Enrique Casares -al que conocía desde el jardín de infantes- celebró su cumpleaños número 20. Había invitado a seis amigos varones, todos más o menos de la misma edad pero de clubes rivales: cuatro -entre ellos, Sergio- jugaban al rugby en el SIC (San Isidro Club), dos en el CASI (Club Atlético de San Isidro).
“Hacía tanto, tanto, tanto frío que Enrique decidió cambiar el lugar del asado. En vez de hacerlo en el jardín, decidió entrar y hacerlo en la chimenea”, cuenta Sergio Expert, que en ese entonces tenía 19 años. “Agarró la parrilla portátil, a la que le faltaba una pata, tomó un adorno cilíndrico metálico que estaba en su casa desde siempre, lo calzó como cuarta pata y empezó a hacer el fuego”.
Mientras Enrique hacía el asado en la chimenea, los amigos charlaban en los sillones del living. Esa noche, además, iban a dar por televisión un partido de Los Pumas desde Brisbane, Australia. Lo último que Sergio recuerda es que Enrique fue hasta la cocina a buscar una botella de aceite para que no se pegaran las provoletas.
“Pero antes de que pudiésemos probar el primer bocado una gran explosión nos sorprendió a todos. Yo salí despedido tres, cuatro metros para atrás. Lo primero que quise fue irme de ese infierno: mi cabeza le daba la orden a las piernas pero las piernas no respondían”.
Los vidrios estallaron por la onda expansiva y cuatro de los jóvenes corrieron aturdidos pero ilesos a pedir ayuda. “Quedamos tres tirados en el piso. Yo nunca perdí la conciencia, creo que sabía que si me dejaba vencer o me desvanecía, me moría. Recuerdo que había dos cuerpos al lado mío pero en ese momento no supe quiénes eran”.
Uno era Enrique, el que más cerca estaba de la parrilla cuando sucedió la explosión, que yacía inconsciente. Otro era Martín, que tampoco perdió el conocimiento pero estaba cubierto de sangre, con la ropa desgajada.
“Martín se dio cuenta de que estaba muy mal cuando se tocó el costado del cuerpo y estaba completamente abierto. Yo primero me di cuenta de que mis piernas no reaccionaban. Después vi una zapatilla que tenía un pie adentro. Era mi zapatilla, el pie estaba hecho un fleco agarrado del resto de la pierna”.
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Sergio intentó gatear una, dos, tres veces. “No podía. Así que después del tercer o cuarto intento me arrastré hacia el jardín de adelante entre los vidrios. Me arrastré con mi cuerpo, con lo que tenía de mi cuerpo, que eran sólo mis brazos. Tirado afuera hice un paneo de toda la escena, que era totalmente ilógica. Todas esas cosas uno las escuchaba en la radio, en la televisión o en los diarios y le pasaban a otras personas, no le pasaban a uno”. El siguiente recuerdo es en forma de sonidos: sirenas, gritos, murmullos, sollozos, llanto.
Un accidente insólito
Los tres fueron trasladados de urgencia al hospital de San Isidro. Cinco días después, Enrique, el cumpleañero, falleció.
“Como él había ido a la cocina a buscar aceite para las provoletas, lo primero que yo pensé es que eso había provocado la explosión”, sigue Sergio. “En realidad, lo que había causado ese estallido era el adorno metálico que tantas veces se había usado como cuarta pata de parrilla porque calzaba perfecto. Era una bala de cañón de la Segunda Guerra mundial, que si bien la habían comprado con la certeza que estaba descargada, todavía tenía trotyl en la coraza. Es decir, dinamita”.
Sergio pasó 72 horas con riesgo de vida, después lo trasladaron a la terapia intensiva de otro sanatorio. Sentía dolor en las dos piernas pero no se había mirado y no tenía idea lo que de verdad estaba pasando debajo de la sábana.
“Cuando vino el médico a decirme de frente todo lo que me había pasado... es como que desaparecí de esa pequeña habitación de terapia intensiva. Sentí que me iba para atrás con mi cama, como si te dijera un kilómetro, y quedaba chiquitito y solo. Esa fue la primera sensación que tuve cuando me dijeron ‘te cortamos una pierna y la otra no, pero está complicada’. Hoy te digo que por suerte me amputaron una pierna. Y digo ‘por suerte’ porque el protocolo era que me cortaran las dos”. A la otra pierna, la izquierda, le faltaban 12 centímetros de tibia.
“Primero me puse en ‘modo sobreviviente’. No me quería morir, tenía 19 años, tenía sueños, planes. Después, al ver la tristeza de mis padres, empecé a sentir mucha culpa. Algo loco porque, en realidad, yo no tenía nada que ver”, recuerda Sergio sobre “el después” inmediato.
Pero las emociones fueron cambiando al ritmo del proceso de duelo. “Cuando empecé a sentir dolor físico y empecé a enterarme de todo lo que me había pasado, ahí me enojé, estuve furioso. Puteé mucho, lo puteé mucho a Dios, a mis amigos, a mi familia, a la sociedad, lo que me había pasado era completamente injusto. Y, junto con el enojo, vino el miedo: miedo a quedarme solo, a no saber armar una vida a futuro. Creí que nadie me iba a querer así. Pensaba ‘¿tendré familia?’, ¿podré ser feliz?‘”.
Sergio pudo darle valor a lo que hicieron sus padres muchos años después, cuando fue padre. “No me dejaron quedarme en la posición de víctima”. Fue su papá quien, después de una curación muy dolorosa, le dijo: “Mirá, lo que te pasó es algo grave, es algo feo, sí. Hay un montón de cosas que no vas a poder hacer y hay otras que te van a costar un montón, pero tenés algo que tenemos todos: las mismas 24 horas de los mismos 7 días de la semana. Usalas”.
El accidente había encontrado a Sergio cursando el primer año de la Licenciatura en Administración de Empresas en la UBA “y lo que él me estaba diciendo era que usara la cabeza, que siguiera estudiando”. Para ese entonces, Sergio estaba echado en una cama, “no quería estudiar ni hacer nada. Quería que todos me reverenciaran, que me tuvieran pena, que me concedieran todo lo que quisiera”.
Seguía en silla de ruedas y enojado. “Tenía mucho miedo de que la gente no quisiera estar conmigo y el enojo hacía que yo expulsara a los que querían verme: la profecía autocumplida”. Pero con el tiempo (y tras el cruce del duelo) entendió que necesitaba “desenojarse”.
“Tenía dos caminos: desenojarme o vivir una vida llena de lamentos. Entonces dije ‘bueno, tengo que transformar lo malo que me pasó en pequeñas cosas positivas que me ayuden a salir’. Suena bien pero es difícil, todavía hoy es difícil. Lo que entendí era que, al menos, tenía que identificar lo que no quería para mi vida para después empezar a ver lo qué sí quería. Y lo que no quería era ser un quejoso eterno”.
Sergio siguió estudiando y su papá logró que un docente de la UBA fuera a tomarle examen. “A los ponchazos aprobé mi primera materia en el sanatorio. Y a partir de ahí, internado o en silla de ruedas, fue cuando más materias metí. Lo que mi viejo me había dicho era ‘enfocate en lo que podés, no mires solo lo que no tenés’. Y la verdad es que fue un mentor, de él aprendí que podía sacar algo bueno de lo malo”.
Le llevó ocho años, pero Sergio se recibió de Licenciado en Administración de Empresas en la Universidad de Buenos Aires (UBA).
Armas de seducción
“La pinta, el físico, la ropa. Esas eran las armas de seducción que uno tenía como adolescente, o como joven de los 80. Yo ya no podía usar nada de eso”, cuenta. Tampoco el lugar que ocupaba en el equipo de rugby.
“No me quedó otra que ser más creativo y pasé a ser una persona de bastante buen humor, graciosa, a reírme de mí mismo. Y entendí que la autoestima se arma desde la cabeza, desde lo que uno piensa de uno mismo, no desde la pinta. Antes del accidente yo era un tipo mucho más tímido, más retraído, menos lanzado. A partir del accidente me di cuenta de que no tenía nada que perder, entonces me empecé a animar mucho más, a todo”.
La pregunta “¿y quién me va a querer así?”, se fue respondiendo a lo largo del tiempo. Sergio se puso de novio mientras estaba en el sanatorio, después se separó. Se casó con otra mujer, tuvo a sus tres hijos -Marcos, Marina y Sofía-, trabajó en empresas multinacionales dedicadas a las finanzas y a la exportación de granos, se asoció a una agencia de viajes especializada en deportes, se separó y, desde hace 8 años, comparte su vida con Felicitas y su perra Rufina.
También construyó otras relaciones sólidas, porque todos los sobrevivientes siguen siendo, 34 años después, sus amigos. “El accidente nos generó una conexión que creo que va a quedar de por vida. Estamos todos marcados por el mismo evento. Todos nos hemos transformado, cada uno a su manera”, cree. “En mi caso, sufrí la poda de mi cuerpo, me sentí abandonado, perdí a un gran amigo, y tuve que lidiar con la tristeza y la amargura de mi familia. Eso me generó mucho dolor sí pero, con el tiempo, pude transformarlo en aprendizaje”. Todavía faltaba otro punto de inflexión que se activó en 2010, tras la muerte de su papá y que continuó con la muerte de su mamá, pocos meses después.
“Me hice cargo de que ya no estaba contento con lo que estaba haciendo”. Y como había aprendido a ser un tipo más lanzado, dejó su trabajo formal y estable para crear su propia empresa, a la que llamó “Explosión de vida”: una consultora desde la que dicta conferencias y talleres de capacitación en los que habla, por ejemplo, de cómo salir adelante en contextos adversos.
No quiere sonar a “elevado”, al “yogui” que no es, advierte mientras se despide. Cuenta que tuvo que aprender a reconocerse con sus luces y sus sombras y que todavía hoy -34 años y ningún mundial después- hay cinco segundos, cada mañana, en los que debe decidir si se queda en la cama o se pone la prótesis que suple a su pierna derecha y arranca, como arrancó hoy, el día.
“Aprendí a agradecer lo que tengo. De hecho, soy un agradecido de la explosión, por eso decidí llamarla ‘explosión de vida’. Es la que me formó y forjó la persona que soy, el padre que soy, el marido, el amante, el amigo. Si puedo llegar a una sola persona con mi historia y ayudarla a salir de una situación difícil, estoy hecho. Mis viejos ya no están pero siento que los honro. Ojalá supieran que pude hacer algo con toda la tragedia que nos tocó vivir”.