"El fin justifica los medios" (Maquiavelo). En la pared del pasillo que comunicaba a las habitaciones de sus hijos, Arquímedes Puccio tenía la costumbre de pegar citas ilustres. Las elegía con cuidado, las escribía en una hoja de cuaderno -que luego recortaba con pulso firme-, las pegaba con cinta scotch y encendía una vela para que "iluminara" las máximas. Todos debían leerlas. Las órdenes del padre jamás se discutían.
No es una escena de "Historia de un clan", la miniserie de Underground (producida por Pablo Culell, dirigida por Luis Ortega) que arrasó en premios y audiencia y que hoy volvió con fuerza en Netflix.
Esta es la verdadera historia del clan Puccio, esa familia tradicional que, a mediados de los 80, había transformado su casona colonial en una cárcel para ocultar, torturar y matar a las víctimas de sus secuestros.
Los hechos aquí narrados se reconstruyeron a través de testimonios de testigos, policías, jueces, fiscales, abogados, amigos, víctimas y victimarios. La intimidad del clan se revela, además, en las cartas de la familia, los diarios íntimos, el álbum de fotos.
Los miedos, las peleas, los "hijos preferidos", las obsesiones, la mala relación matrimonial, la doble vida. Cada escalofriante detalle descubre el sometimiento, la crueldad y el horror que se vivía detrás de las paredes de Martín y Omar 544. Aquí, no hay una sola línea de ficción.
Se destapa el horror
En la noche del viernes 23 de agosto de 1985 doce patrulleros rompieron la calma de las empedradas calles del San Isidro histórico y rodearon, con las sirenas aullando, la manzana de Martín y Omar al 500.
Sólo una hora antes, cuarenta efectivos de la División de Defraudaciones y Estafas de la Policía Federal habían atrapado al líder de la banda de secuestradores más buscada. Estaba junto a uno de sus hijos, en una estación de servicio cercana, llamando por teléfono a los hijos de la víctima para pedir el último rescate: 250 mil dólares por la vida de su madre.
"La casa está llena de dinamita. Apenas entren, vuelan todos por el aire", alcanzó a gritar el hombre bajo, pelado y de rasgos severos al verse rodeado. El joven rubio y de pelo largo que estaba a su lado quiso resistirse e intentó manotear el arma del oficial. No pudo. Entonces, bajó la cabeza y sin mirar a su padre, dijo: "La tenemos en el sótano de mi casa".
Hablaba de Nélida Bollini viuda de Prado (58), la empresaria a la que habían secuestrado y mantenido cautiva durante 32 días, encadenada a un camastro en el asfixiante sótano del caserón colonial.
Nadie podía sospechar de esa familia que cada domingo iba a misa a la Catedral -el padre de corbata, la madre con sus mejores vestidos, los hijos en silencio-, y que conocían desde hacía tanto tiempo. "Asaltaron a los Puccio", decían los vecinos preocupados. ¿Cómo pensar algo más? Su perfil social era como el de cualquier otra familia del aristocrático barrio.
La familia "perfecta"
El padre, Arquímedes Puccio (56), era el dueño de la tradicional rotisería Los Naranjos, justo debajo de su casa familiar, donde los chicos del Club Atlético San Isidro (CASI) paraban después de los partidos para prepararse unos enormes sándwiches de milanesa o jamón y queso, y así estirar el tercer tiempo que había empezado en el club.
Silencioso, algo severo en sus modales, todos sabían que era contador público, "recibido con notas sobresalientes en la Facultad de Ciencias Económicas" –según él mismo resaltó luego en una de sus indagatorias en Tribunales–, ex miembro del servicio diplomático y vicecónsul, recibido en la Escuela Superior de Conducción Política del Movimiento Justicialista, y ex secretario de Deportes en la Municipalidad de Buenos Aires. El hombre, con inocultable orgullo, tenía colgados todos sus diplomas en el enorme y cómodo escritorio del primer piso de su casa.
La madre, Epifanía Ángeles Calvo (53), era una mujer amable, algo callada, a quien le gustaba llevar una vida social relacionada con el barrio, el club y las madres de los colegios. Era profesora de Contabilidad y Matemáticas en la Escuela de Enseñanza Media y Técnica Nº 1 de Martínez y del María Auxiliadora. Su matrimonio con Arquímedes, con quien se casó en 1957, se desmoronaba en silencios y sumisión, pero ella nunca mostraba su infelicidad. Vivía obsesionada por las dietas, aunque nadie lo sabía.
Alejandro Rafael (26), el mayor y más popular de los hijos, era un famoso wing tres cuartos del CASI y ex integrante de Los Pumas. El chico de pelo revuelto tenía varios apodos: "Alex" para su novia Mónica Sörvik (maestra jardinera en el colegio Todos Los Santos), "Zorri" para su familia, "Huevo" para sus amigos del club.
"Queridísimo por todos", recuerdan los memoriosos. Alex era "el más jodón" en las giras que hicieron por Inglaterra, Italia, Irlanda, Sudáfrica y Francia. Sus amigos admiraban su habilidad con la ovalada. "Un día se cansó de vender pollo al spiedo en la rotisería del viejo y abrió Hobby Wind, el mejor negocio de windsurf y esquí de la zona", rememoran hoy sus ex compañeros del CASI. Y aportan un dato personal: "Estaba muy de novio con Mónica, tanto que estaban ahorrando para comprarse un terreno. Planeaban casarse y tener muchos hijos".
Silvia Inés (25), era "una chica muy amorosa, callada y religiosa", describen sus ex compañeras de colegio. Trabajaba como profesora de Pintura y Dibujo en el María Auxiliadora -se había recibido en la Escuela de Artes Visuales de San Isidro y en Bellas Artes-, y le gustaba hacer cerámica por las tardes en la habitación que daba al patio de su casa.
Daniel Arquímedes (23, "Maguila" para todos), era "el divertido" de la familia. Jugador del tercer equipo del CASI, le encantaba viajar (así lo mostró luego la infinidad de fotos en distintas partes del mundo) y había pasado años en Australia hasta que, a principios de 1985, regresó por pedido de su padre "para que toda la familia esté junta y unida", según contó Epifanía a los conocidos del barrio.
Guillermo, era el menor de los varones y también amaba los deportes. Jugando al rugby había llegado a Nueva Zelanda, donde había decidido quedarse después de una gira. Más tarde, se instaló en Australia dispuesto a "probar una nueva vida; cosa de chicos…", como afirmó Arquímedes un domingo después de misa.
La pequeña Adriana, de 14 años, era "la luz de los ojos" del padre. Había vuelto de unas vacaciones en Mendoza junto a su madre solo veinte días antes de que la policía encontrara a la señora Bollini de Prado cautiva en el sótano de la casa. "Eran amigas inseparables", recuerdan quienes los conocieron en ese entonces.
El sótano y las víctimas
Nadie podía creer que esa casa tradicional fuera la fachada de una terrible banda de secuestradores. Nadie, hasta que a las diez y doce minutos de esa noche primaveral vieron cómo dos oficiales ayudaban a subir la empinada escalera del sótano a una mujer temblorosa que apenas podía caminar. De pollera y botas marrones, camisa blanca, el pelo revuelto, lloraba: "¿Por qué me liberaron? ¿Quién les avisó? ¿No ven que ahora van a matar a mi familia?".
La mujer, exhausta, se sentó en uno de los silloncitos de mimbre que estaban en el patio. La jueza María Romilda Servini de Cubría, a cargo de la investigación, pidió un médico. Temía por su salud. La mujer le rogó: "Por favor, no lo llame… Estoy sucia, me da vergüenza".
Alejandro Puccio, que estaba junto a su novia mirando un video cuando la policía irrumpió, gritó y lloró al verla: "¡Soy inocente, soy inocente!". Un oficial le dijo: "Calmate, nene. Ahora no digas nada. Pensá que hoy se termina una pesadilla".
La pesadilla había terminado, sí, pero para esa mujer que fue martirizada durante los 32 días que vivió encadenada a un camastro, sobre un colchón húmedo, en un cuartucho de dos por dos, en ese sótano con las paredes recubiertas de diarios, que olía a orín y a alfalfa húmeda. La banda había puesto un fardo húmedo frente a un ventilador que encendía para que la víctima "creyera que estaba en el campo".
Poco tiempo después, la señora de Prado me relató su calvario: "Me metieron en un cuartucho, me ataron a la cama con cadenas y me dieron unos remedios que me hacían dormir. Escuchaba siempre dos voces de los hombres que me atendían encapuchados. Cuando me traían la comida -casi siempre hamburguesas, y alguna vez pollo con un poco de arroz-, yo sentía que corrían algo como una chapa. Ellos me decían que si le avisaban a la policía iban a matar a toda mi familia. Una vez por día sacaban el tacho que yo usaba de inodoro. Y la radio estaba siempre encendida, constantemente. Sentía que me asfixiaba, y el olor a pasto era muy fuerte. Uno de los hombres me dijo: '¿Olió qué rico el olor a pasto fresco?'. En todos esos días de encierro yo pensé que me iban a meter en una bolsa con pasto y me iban a tirar por ahí. Fue un calvario. Ni un animal merece pasar por lo que yo pasé".
Su liberación fue la puerta al submundo de las torturas, los secuestros y los asesinatos del clan Puccio. La mujer fue su última víctima.
La clave de cómo funcionaba la banda era simple: el clan Puccio elegía a sus víctimas porque las conocía. Eran amigos, conocidos de los hijos en el mundo del rugby, o posibles socios del padre. Los "marcaban" abusando de su buena fe y de su confianza. ¿Cómo iban a sospechar de ellos, gente amable, educada y de buenos modales con quienes compartían un mismo círculo social?
La Justicia sólo pudo probar cuatro casos, aunque suponen que hubo más:
1982: Ricardo Manoukian (24) cuya familia era dueña de los supermercados Tanti. Alejandro, el hijo mayor de la familia, lo conocía y fue el entregador. Lo tuvieron cautivo en el primer piso de la casa. Prometieron devolverlo con vida. La familia pagó 500.000 dólares. Lo asesinaron de tres tiros en la cabeza.
1983: Eduardo Aulet (25), ingeniero industrial y empresario. Uno de la banda era amigo de su padre. Su familia pagó 100.000 dólares, pero ya lo habían asesinado, luego de hacerle escribir una carta "amorosa" para su mujer.
1984: Emilio Naum, dueño de McTaylor. Quisieron secuestrarlo y se resistió. Murió de un balazo durante el forcejeo en su auto.
1985: Nélida Bollini de Prado. Dueña de varios locales en la Avenida Independencia y de la concesionaria de autos Tito y Oscar. La mantuvieron cautiva durante 32 días. La policía la rescató la noche en que el clan iba a cobrar 250.000 dólares.
Buenos vecinos
La gente que vivió durante años en esa tranquila manzana de San Isidro, los que compartieron tardes de club, fiestas escolares y domingos de misa, son los que reconstruyen el perfil de esta familia que hace 30 años shockeó a la sociedad sanisidrense.
Arquímedes era un hombre poco sociable, adusto, estricto con sus hijos. Concurría junto a su mujer y sus hijos a la misa del domingo en la Catedral. "Sabemos que la mamá y las chicas eran religiosas, pero el viejo sólo iba para acompañarlas, no era devoto. Y si Alex iba, era para levantarse minas. Maguila se había hecho budista zen y vegetariano y no pisaba la iglesia", recuerda un amigo que conoció muy bien a la familia.
El señor Lutemberg, dueño del kiosco Populis, justo frente a la casa de los Puccio en esa época, describió así al padre de la familia: "Tenía una costumbre rarísima: barrer la vereda a toda hora. Salía con su escoba cada treinta minutos. Cuando yo cerraba el kiosco, aunque fueran las dos de la madrugada, él seguía barriendo. Una vez cruzó a barrerme la vereda a mí: 'Hay que ser buen vecino y cooperar, ¿no le parece? Sin la ayuda de todos, no se puede mantener lindo San Isidro'. Hasta me pintó el poste de luz, porque decía que estaba feo".
Luc Chielens, encargado de la estación de servicio YPF donde cargaban la nafta del Ford Falcon gris del padre, la pick up F100 de Alex y la combi Mitsubishi amarilla que en 1985 Arquímedes le había regalado a Maguila (y que usaron para secuestrar a la señora de Prado), comentó incrédulo esa noche del 85: "Era un hombre estricto, formal y algo maniático. Le gustaba vestirse bien y usar corbata. En el barrio lo apodaban Cu-Cu, porque ante el menor ruido se asomaba a la ventanita de su escritorio y miraba todo lo que pasaba en la calle. También le decían Bernardo, porque se parecía al amigo sordo de El Zorro. Pero era un hombre de su casa, que siempre comentaba cuánto le importaba el futuro de su hija menor. Decía: 'La chiquita es la que me queda a cargo; los otros ya se me hicieron grandes y se van a ir. Pero de Adrianita me tengo que ocupar yo, y cuidar de que nunca le falte nada'".
Los compañeros de rugby de Alejandro creyeron en la inocencia de su amigo durante muchos años. "Alex tenía una relación inexistente con el padre. Casi no vivía en esa casa: la usaba como pensión. Tenía su negocio aparte y hacía su vida con su novia y sus amigos", justificaron.
Mónica Sörvick, su novia, también creyó en él, hasta que nuevos relatos de horror, secuestros y muertes señalaron al hombre que amaba. En aquel tiempo decía: "Hace tres años que conozco a esa familia. Te juro que Alex no tiene nada que ver. No tenía mucha relación con su padre; el preferido era Maguila, pero a él no le importaba porque quería que su hermano se encaminara. Daniel no trabajaba. Desde que había regresado de su viaje, se había vuelto vegetariano y decía: 'Todos los que usan tapados de piel son asesinos'... Si el padre andaba en algo raro, fue un cínico o un buen actor. Yo creo que debe haberlos engañado. Y eso es lo peor de todo: esa doble vida que llevó durante años".
La novia de Alejandro no se equivocó en un detalle que sólo se hacía evidente en la intimidad familiar: el preferido de Arquímedes era Maguila. La devoción paternal surge clara en una carta que le escribió para convencerlo de que volviera de Nueva Zelanda, luego del secuestro y crimen de Eduardo Aulet.
Puccio escribió, el 19 de mayo de 1983, la carta que traería de regreso a su hijo adorado: "Querido hijo, te insisto que estudies inglés. Zorri (Alejandro) acá me ayuda ya en el 'negocio' pero le cuesta aprender, es algo lento. Igual, ya cobramos los verdes. Zorri me ayudó en esto. Tengo la plata para enviarte para el pasaje. Quisiera que vuelvas, que estemos todos juntos, porque la familia es lo más importante que hay. Acá en el país todo es un desbarajuste total y hay que saber aprovechar esto. Pensá que acá hay mucha gente con plata… Espero que sepas leer entre líneas" .
Detrás de las paredes
La rotisería Los Naranjos era el lugar elegido de encuentro después del entrenamientos en el CASI. Los amigos de Alex y Maguila armaban sándwiches y luego entraban a la casa para ver alguna película.
"Con el padre sólo cruzábamos algunas palabras. Una vez le dijimos a Alex que se viniera unos días a Pinamar, porque se pasaba diez horas parado en la rotisería, y el viejo se enojó. 'Le metés malas ideas en la cabeza a mi hijo. Lo llevás por mal camino, lo hacés abandonar a la familia'. Nunca sabíamos si hablaba en serio o en broma", confiesa uno de sus amigos de entonces.
Otro compañero suma una escalofriante historia, que pinta de cuerpo entero al líder del clan: "Alex estaba en la cama con hepatitis. Siempre había dicho que quería un perro. Un día encontramos un dogo perdido y se lo llevamos. Estaba chocho. Al poco tiempo volvimos a la casa y vimos que su viejo tenía un brazo vendado. '¿Qué le pasó?', le preguntamos a Alex. 'El dogo los mordió a él y a Adriana', respondió. '¿Y dónde está el perro?', le dijimos. 'El viejo se volvió loco y le pegó tres tiros. Ahora está metido en un cajón de verduras… El viejo lo puso en el sótano'".
Epifanía Calvo llevaba un diario íntimo sobre lo que ocurría en el seno familiar y en su vida. Obsesionada con las dietas, cada día anotaba su peso: "Hoy aumenté 300 gramos". Y se castigaba por los descuidos con las comidas: "No tengo que comer pan". Escribía sobre sus hijos, las salidas y las pocas charlas que mantenía con su marido: "Papá tuvo razón hoy cuando conversamos en la mesa, pero yo me quedé callada como siempre".
Silvia también escribía sus pesares. Hablaba poco y su amiga y confesora era la religiosa Cecilia Demargazzo, que le hacía de apoyo espiritual cuando las crisis familiares la golpeaban. Triste, la joven se descargó en una carta que le envió a su hermano: "Mamá y papá ya no se hablan, pero hay que seguir juntos por la familia". Y otra más, justo antes del secuestro de Ricardo Manoukian en 1982: "A papá le están yendo las cosas muy bien; pronto habrá nuevas perspectivas para todos, pero hay que hacerlas bien y saber esperar".
Arquímedes era duro, y ponía reglas en la casa que nadie podía quebrar. Exigía que sus hijos trabajaran en la caja de la rotisería, y se enojaba cuando pedían algún día libre.
En su oficina, pegadas con cinta scotch en la pantalla de la lámpara y debajo del vidrio del escritorio de caoba, Puccio había colocado cuatro frases que definían su pensamiento: "La historia de los pueblos la escriben las minorías"; "El fin justifica los medios (Maquiavelo)", "El éxito y el fracaso de una empresa no depende de lo que carecemos, sino de cómo empleamos lo que tenemos" y "La ley no castiga a los ladrones sino cuando roban mal (Honorato de Balzac)".
Con horror, como si el tiempo no hubiese pasado, un amigo del rugby recuerda: "Un mes antes de que se supiera la verdad visité a Alex en la casa. Vi que el viejo había vuelto a cambiar la frase que ponía en la pared del pasillo: 'Haz el bien sin mirar a quien', escribió. Y pensar que, en ese momento, tenía encadenada en el sótano a esa pobre mujer …"
El final de un clan siniestro
Arquímedes Puccio fue condenado a prisión perpetua, pero cumplió 22 años. En 2007 consiguió la libertad, se convirtió al culto evangélico, se recibió de abogado y se puso de novio. Murió a los 84 años en General Pico, La Pampa, de un ACV. Nadie se hizo cargo del cuerpo. Fue enterrado en el cementerio local, en una fosa común.
Epifanía estuvo detenida sólo dos años en la cárcel de Ezeiza. Tiene 84 años y vive en San Telmo. Los vecinos suelen verla salir tempranito de mañana, ya más repuesta de su dolencia en la cadera, para hacer las compras. En los interrogatorios en Tribunales siempre negó conocer las actividades de su marido. La justicia nunca pudo comprobar que ella haya conocido los horrores cometidos por el clan. Hoy es quien alquila la casa de San Isidro a dos jóvenes que hacen muebles.
Silvia Inés continuó dando clases de Dibujo, se casó y tuvo dos hijos. Nunca perdonó a su padre. Murió de cáncer en 2011.
Maguila estuvo detenido desde el 23 de agosto de 1985 hasta febrero de 1988. Recibió el beneficio de la libertad, otorgado por Zaffaroni, por haber estado dos años sin condena en la causa del secuestro de Nélida Bollini de Prado. Diez años más tarde lo sentenciaron a 13 años de prisión, pero como estaba libre desapareció y nadie pudo encontrarlo. Su vida, en esos años de prófugo, fue un misterio. Pasó un tiempo entre Pinamar, Bariloche, San Luis y Mar del Plata. Se dice que vivió en Brasil.
Nunca habló de los secuestros del clan, pero una vez mostró arrepentimiento, en una carta que le envió a la mujer que martirizó en el sótano. "Fue una actitud cobarde, irresponsable y criminal. Sé que usted sufrió lo mismo que sus hijos. Siento un profundo dolor por lo ocurrido. A veces no sabemos lo que hacemos. Por eso le vuelvo a pedir perdón. No fui el ideólogo de los secuestros; participé de manera inconsciente. Fue muy difícil enfrentar un hecho tan vergonzoso; no tuve el valor". Hoy, a los 54 años vive -desde principios de 2015- con su madre, no tiene trabajo, pareja ni hijos.
Guillermo se quitó el apellido de su padre (usa el Calvo de su madre) y nunca volvió de Australia. Vive en Sídney, se casó, y es pintor matriculado de casas.
Adriana, la menor, tenía 14 años cuando ocurrieron los secuestros. Los psicólogos que la analizaron dijeron: "Sabía todo, pero no podía comprender lo que pasaba". Pasó dos días en un instituto de menores; luego la Justicia le otorgó la custodia de la menor a sus tíos. Hoy trabaja en un negocio de venta de lanchas y motos de agua en San Fernando, visita seguido a su madre, mantiene un perfil bajo y usa el apellido Calvo.
Alejandro estuvo preso 22 años. En la cárcel confesó: "Tuve un padre que no pude elegir, que me golpeaba con el cinto, y que nos odia y nos desprecia". Intentó suicidarse cuatro veces. La primera, saltando del quinto piso de Tribunales, cuando iban a carearlo con un integrante de la banda quien lo acusaba de haber participado del secuestro de Manoukian.
Desesperado le escribió una carta a su novia, antes de tomar la decisión de quitarse la vida: "Amor, estoy harto de esta m… y no quiero seguir siendo un punching-ball por cosas en las que jamás participé. ¡Qué le vas a hacer si me tocó un padre loco! Fuiste lo mejor que me pasó en la vida. te amo, perdoname".
Pero su novia, abrumada por las pruebas, finalmente lo dejó. Los amigos del rugby también lo dejaron: nunca más fueron a visitarlo. Estudió abogacía para poder defenderse. Se casó en la cárcel con Nancy Arrat, una joven psicóloga a quien conoció en sus días de encierro. Murió de neumonía en 2008 jurando que era inocente.
Su abogado, Miguel Ángel Buigo, confió en él hasta el último segundo de su vida: "No hay ninguna prueba en el expediente. El padre lo podría haber salvado declarando la verdad, pero calló y condenó a su hijo".
Y en una breve frase resume el final de una historia que, 30 años después, sigue estremeciendo: "El chico más popular del rugby se quedó solo. El día que murió no había gente ni siquiera para llevar el ataúd". (Fuente: Gaby Cociffi - Directora Editorial de Infobae)
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